La idea de la urbanización surgió en la cabeza de
Armando Rodríguez Vallina, exiliado a París durante la dictadura de Franco y posterior profesor de Urbanismo de la Universidad de la Sorbona. El crecimiento de las grandes capitales europeas ante el nuevo éxodo rural y los efervescentes cambios sociales que experimentaba el pueblo francés, llevaron al gobierno galo a encargar a la universidad una planificación territorial que diera respuesta a las necesidades vitales de los ciudadanos. En ese magma, Rodríguez Vallina, influido por estas tendencias y por varias filosofías utópicas del urbanismo,
gestó un proyecto que haría realidad en el caso de que lograra volver a España. Solo quedaba saber dónde, porque no era fácil encontrar una ubicación que permitiera poner en pie una idea de ese calado.
«Pensé en hacer una cooperativa social en un municipio junto a Madrid. Tenía que ser
un espacio que no estuviera condicionado por otros ámbitos urbanísticos y, por tanto, debía ser una célula urbana con todos los servicios funcionando, que tuviera capacidad de generar actividad a su alrededor, y con equipamientos que fueran propiedad de los cooperativistas. Además, tenía que ser un proyecto modular en función de las circunstancias. Cuando llegué en 1977, di una conferencia sobre mi idea de ciudad y uno de los asistentes me dijo que tenía una parcela en Rivas -denominada ‘Valdelázaro’- que podía prestarse a ello. Vi que Rivas era una zona que estaba en un estado desastroso y que carecía de infraestructuras», explica. No era un terreno sencillo. Prácticamente, suponía construir una ciudad en un desierto con
un suelo frágil, duro y traicionero (especialmente, en la margen que hoy día es la zona de Dolores Ibárruri) que era pasto de la escorrentía cada vez que había tormenta y de los vendavales que, como el de 1987, arrasaban con todo a su paso.
Reorganizó el proyecto para adaptarlo a las circunstancias y negoció, después de varios tiras y aflojas,
un pago de 730 millones de pesetas a pagar en cuatro años (la cifra inicial era de 1.500 millones) por una finca de 130 hectáreas en la linde entre Madrid y Rivas junto a la que pasaban las aguas residuales de Vicálvaro. Allí se concentrarían 4.500 viviendas, una cantidad suficiente para que, tanto la construcción, como el desarrollo de las infraestructuras fueran viables económicamente. Tendría 30.000 metros cuadrados de equipamientos, 300 tiendas y hasta piscinas. «Para conseguir el dinero, conseguí que Comisiones Obreras me diera un local y fui contactando con posibles interesados a través de comités de empresa. Puse como condición a los cooperativistas una entrada en dos plazos de 16.000 pesetas y luego 35 letras hasta conseguir el veinte por ciento del coste de cada piso, con garantía de devolución en caso de no continuar. Si llegaban a esa cantidad, el banco les podría dar la hipoteca del otro ochenta por ciento. El sistema desbordó las expectativas», incide Rodríguez. «Los sindicatos fueron el granero de cooperativistas inicial del proyecto, que luego atrajo a un perfil de población que buscaba viviendas baratas. El sistema generó confianza porque la entrada y la cuota eran bajas. No obstante,
se mantuvieron los que tenían un trabajo fijo y, de hecho, la gran mayoría de vecinos que fuimos éramos funcionarios o trabajadores estables de grandes empresas. Desaparecieron los que tenían trabajos puntuales, que no pudieron pagar, y los que aumentaron rápidamente su nivel de renta, que se fueron a los chalés«, comenta
Fabriciano Requejo, vicepresidente de la
Junta Rectora de Covibar.
Campo a través
Con 2.000 inscritos que tenían que ir campo a través a ver el piso piloto de Covibar (hoy Casa de la Juventud) y después de una larga peregrinación de banco en banco, Rodríguez consiguió que el presidente de Caja Madrid accediese a apoyar el proyecto. El siguiente reto era llevar el agua. «Caí en gracia al entonces presidente del Canal de Isabel II,
Ernesto Urbistondo, antiguo responsable en el aparato franquista, porque le interesaba lo que ocurrió en mayo del 68, y
me facilitó una conexión a la red de aguas porque dio la casualidad de que iba a ampliarse la capacidad de la tubería de Vicálvaro«, prosigue el urbanista, que tuvo el apoyo del entonces alcalde de Rivas Vaciamadrid,
Antonio Martínez Vera, para desarrollar el proyecto, que
se situaba cerca de las vías del tren del Tajuña, para el que se habilitarían pasos subterráneos en 1993, antes de acometerse el soterramiento y la construcción de parque lineal con la llegada del Metro. Mientras tanto, las pugnas internas por el control de la cooperativa comenzaban a surgir con acusaciones de apropiación indebida de fondos, el cobro de comisiones ilegales o la elaboración de documentación falsa para incriminar a responsables del consejo rector, entre otras lindezas narradas por Rodríguez.
Foto aérea histórica de Covibar (Fuente: Covibar)
De tal manera,
comenzó la construcción el 20 de agosto de 1980, que llevaría 14 años culminar (las obras se concluyeron en 1994, después de parones continuos por la convulsa situación municipal, aunque las primeras llaves se entregaron entre 1982 y 1983). El proyecto se articuló como
una trama de zonas privadas de uso público que contenían doce mancomunidades e infraestructuras de uso común como un centro cívico (inaugurado en 1990, aunque la puesta en marcha de los comercios se hizo esperar por el bloqueo que mantuvo sobre el local la
Concejalía de Urbanismo, que acabó con el cese del edil responsable en 1992) y otro cultural, bajos comerciales,
un edificio de viviendas para hijos de socios con biblioteca (que, inicialmente, se ideó como un edificio de oficinas), la guardería Platero, las piscinas y hasta un economato.
En ese período, hubo que hacer malabarismos para abastecer a los nuevos vecinos (de hecho, Covibar llegó a adelantar el sueldo de los funcionarios municipales cuando el Consistorio entró en bancarrota).
Hasta el año 2000, en que el Ayuntamiento comenzó a participar de los servicios, la cooperativa casi funcionaba como un segundo ayuntamiento. Plantaron el arbolado, instalaron la iluminación y hasta pusieron las aceras con el acuerdo de los vecinos. «Durante ocho años, la cooperativa daba prácticamente todos los servicios. Desde el gas, para el que se instalaron depósitos en lo que hoy es la plaza de Asturias, a la limpieza. Lo más urgente era el colegio, para el que reservamos una parcela. La constructora Ferrovial acordó adelantar la construcción a cambio de un pago posterior del Ministerio y la certeza de ser una de las constructoras de la segunda fase de Covibar. Así abrimos camino. No obstante, como la sociedad había cambiado y el impulso democrático era imparable, tomó el testigo el vecindario organizado como cooperativa. Porque
este proyecto se sustentaba en lo social y no tanto en lo urbanístico, ya que todo tenía que revertir en los socios«, concluye Rodríguez. De esa cultura de autogestión a la fuerza, surgió una de las demandas más comunes de la cooperativa. «Los vecinos pagamos servicios por triplicado: nuestra comunidad como todo el mundo, la mancomunidad -que son terrenos privados y no propiedad de la cooperativa- que nos provee de servicios y los impuestos municipales», incide Requejo.
La cooperativa, por su parte, se financiaba (y se financia) con las cuotas de los vecinos por los servicios y el alquiler de locales comerciales.
El año del Mundial de fútbol,
el Ayuntamiento dio luz verde a la transformación de un erial en el centro de la urbanización (donde un año antes había hecho un concierto
Joan Manuel Serrat que sería la antesala de visitas culturales de primer nivel a la urbanización)
en el parque de Asturias, que dos décadas después albergaría el que todavía es
el reloj de sol más grande de Europa.
En 1983, los vecinos de Covibar y los nuevos habitantes de la Cañada pelearon, y en algunos casos fue en sentido literal, para delimitar dónde empezaba un asentamiento y dónde terminaba el otro. El frente de ‘guerra’ se estableció en lo que son hoy las plazas de Rafael Alberti, Antonio Machado y Federico García Lorca, además de parte de los espacios de las piscinas y el terreno que hoy ocupa la Casa de Asociaciones, que en una parte antes tuvo pistas deportivas.
Los vecinos de la Cañada llegaron a instalar vallas para delimitar lo que era ‘su’ territorio, denunciando incluso una ocupación ilegal. Una tropa de socios acompañados de buldózer tiraron abajo las casetas de obra y las vallas que habían instalado los entonces denominados ‘chabolistas’ para construir sus chalets, tal y como narra Rodríguez Vallina en su libro
‘Una ciudad en el desierto’. Tuvo que acudir la Guardia Civil, que acabó levantando acta del asunto. Ese conflicto abrió un período de litigios que terminó por dibujar la ‘frontera’ entre ambos ámbitos.
FOTOGALERÍA: LA EVOLUCIÓN DE COVIBAR, FOTO A FOTO