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Jesús Martínez Caballero

Jesús Martínez Caballero

Presidente de Nuevas Generaciones de Rivas Vaciamadrid y concejal del Partido Popular en el Ayuntamiento de Rivas Vaciamadrid

Reconozco que soy un gran aficionado de los artículos de opinión optimistas. De esas columnas epopéyicas, que refuerzan tus convicciones y te empujan a seguir defendiendo, desde los propios principios, la convivencia cívica que caracteriza a cualquier democracia occidental.

Nada me gustaría más que el presente texto fuese en esa línea. Pero, por desgracia, el momento para eso ya ha pasado. Los últimos acontecimientos que protagonizan los titulares del panorama político nacional evidencian el contexto de no-retorno en el que nos encontramos, que supone —de llegar a materializarse la Ley de Amnistía— la ruptura del gran acuerdo social de 1978.

Es cierto que los últimos años de la política nacional no pasarán a la historia por la brillantez intelectual de sus protagonistas, precisamente. 5 años que no podrían ser resumidos ni en una extensa lista de chapuzas infames del primer gobierno de coalición: Ley del Sí es Sí, la derogación de la sedición, la reforma del delito de malversación, incluso los indultos… Pero todo esto puede circunscribirse a una —mediocre y lamentable— etapa más de esta nuestra España constitucional. Todos hechos vergonzosos, lamentables, motivados por intereses espurios muy alejados del interés general. Pero hechos conformes a la legalidad y los procedimientos jurídico-formales, y sujetos a los límites establecidos por la Constitución. Es decir, hechos tristes y vulgares, como tantos otros de otros gobiernos democráticos de nuestro país (de uno y otro color), pero sujetos en última instancia a las reglas comunes que nos dimos la ciudadanía española en 1978.

Sin embargo, ahora hablamos de hechos muy diferentes. Si se termina consumando, una amnistía para los condenados y procesados por terrorismo, sedición y malversación por los hechos del 1 de octubre de 2017 supondría una voladura por los aires de esas normas comunes que delimitan el escenario de convivencia del país.

Amnistiar, a diferencia del indulto, no es perdonar; sino pedir perdón. Conceder esta medida supone, en primer lugar, reconocer que la democracia española no fue tal con el independentismo, y que por tanto se produjo desde el Estado una operación judicial de represión política, propia de los regímenes autocráticos. Es decir, una humillación para miles de jueces, magistrados, fiscales, fuerzas y cuerpos de seguridad del estado que cumplieron de forma encomiable la ardua tarea de preservar el orden legal en aquellos turbulentos meses de 2017 en Cataluña.

Pero, más allá de esto, amnistiar implica algo más peligroso aún: el reconocimiento de que ciertos ciudadanos pueden eludir el cumplimiento de la ley por mera conveniencia del poder político. Es decir, ampliar la humillación a los millones de españoles que, de izquierda a derecha, respetan el funcionamiento de las instituciones y se someten escrupulosamente a los preceptos legales.

Y aquí radica la diferencia de la amnistía con cualquier otra cuestión aprobada por el ejecutivo anteriormente. De aprobarse la medida, se rompería el pilar que sustenta, en última instancia, la vigencia de la Constitución: el principio de reciprocidad. Cualquier trato o acuerdo (desde el contexto más nimio, como es la compraventa de un coche, a la delimitación de las reglas comunes de una sociedad que se produce en cualquier proceso constituyente) se sustenta en la premisa de que todas las partes deben cumplir recíprocamente con lo pactado. Y que, en el momento de que una de esas partes no cumpliese, el acuerdo dejaría de tener efecto, puesto que lo que garantiza su vigencia es la reciprocidad en la voluntad de someterse a él. Pacta sunt servanda. “Lo pactado obliga.”

De este modo, permitir que los hechos protagonizados por Carles Puigdemont resulten impunes implicaría reconocer que lo pactado por la inmensa mayoría de los españoles en el año 78 y refrendado elección tras elección (esto es, la unidad inviolable de la soberanía española y la primacía de la ley) ya NO obliga. Lo que puede inducir a un silogismo muy peligroso, pero no por ello erróneo. Y es que, si el independentismo no tiene que estar sometido a la ley, ¿por qué deberían estarlo el resto de españoles de a pie?

Por ello creo que la gravedad de los hechos que estamos viviendo no son homologables a ningún otro de nuestra historia democrática. Nunca antes se había tratado de normalizar la derogación en nuestro país del principio sobre el que se vertebra cualquier democracia liberal: el imperio de la Ley. El que materializa la auténtica igualdad: la de todos los españoles ante las obligaciones legales. Porque, si la ley no limita ni somete al poder político, ¿quién lo hará entonces? La respuesta la encontró John Locke en el siglo XVII, cuando advirtió que “dónde la ley termina, comienza la tiranía”.

Por eso creo que existen evidencias más que suficientes para sostener que la aprobación de la amnistía supone un antes y un después, que cierra el ciclo de convivencia cívica que los españoles inauguramos tras la dictadura franquista, y abre uno nuevo de naturaleza y rumbo tan inciertos como preocupantes. No creo, por tanto, que sea exagerado (aunque deseo equivocarme) alertar de una deriva que puede suponer el fin de una etapa que han supuesto 40 de los mejores años de toda la historia de nuestro país. Y es que tiene poco sentido confiar en la vigencia de un sistema cuyas normas y reglas son violadas impunemente por la autoridad que tiene encomendada protegerlas. Como demócrata liberal que me considero, nada me entristece más que observar la abolición a cámara lenta de un gran acuerdo cívico y social entre numerosas partes, como fue la Constitución de 1978, por la negativa de una parte a someterse a él.

Y el único responsable de la crisis constitucional en la que nos encontramos tiene nombres y apellidos: Partido Socialista Obrero Español. Por doloroso que resulte, conviene decirlo de forma explícita: los mismos que en su día hicieron posible la reconciliación nacional y el gran abrazo de la Transición, con estadistas gigantes a la cabeza como Gregorio Peces-Barba, hoy han decidido ponerle punto y final con una amnistía que, lejos de contar con el respaldo mayoritario de la población, supone dinamitar el Estado de Derecho (y consecuentemente, la propia Constitución) con tal de permitir la permanencia en Moncloa del candidato que perdió las elecciones el pasado 23 de julio. Todo ello, bajo la autoritaria premisa del “todo vale con tal de que el adversario político no gobierne”. Y así, y no con sublevaciones violentas ni golpes militares, mueren las democracias del siglo XXI.

No caben, por tanto, más buenismos ni ingenuidades. El PSOE ha traicionado a la Transición que, junto a la UCD, construyó en 1978. Por eso, seguramente nos encontramos ante la crisis institucional más grave de nuestra historia democrática. Porque, a diferencia de otros pasados, este golpe contra el orden constitucional lo está perpetrando el mismo que lo hizo posible en el año 78. Y todos los militantes y votantes que permanecen silentes o lo justifican son cómplices de esta humillación, que está suponiendo una puñalada sin precedentes a la credibilidad de nuestras instituciones, y de la propia Carta Magna.

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Ya no hay lugar para ambigüedades. El que fuera en su día un partido de estado que permitió que la naciente España democrática echase a andar, hoy le ha dado la espalda a la Constitución; y todos sus miembros y simpatizantes que no alcen la voz contra este golpe son colaboradores necesarios.

También, por triste que resulte recordarlo, lo son los concejales y los militantes del PSOE de Rivas-Vaciamadrid, que durante el pleno municipal del pasado mes de septiembre no supieron responder a la pregunta que les formulé: ¿es que acaso es más progresista anteponer el palacio de la Moncloa a la igualdad de todos los españoles ante la Ley? En las sociedades democráticas, todos sin excepción tenemos la responsabilidad cívica de posicionarnos inequívocamente ante cuestiones de estado como la presente. Responsabilidad que lamentablemente no demostraron en pleno ni uno de los 5 concejales del PSOE en nuestra ciudad, que agachaban la cabeza sin saber siquiera cómo justificar el atropello que está cometiendo su jefe de filas. Empezando por su portavoz, Mónica Carazo, que en 2016 celebraba la propuesta de prohibición a los indultos a delitos de corrupción, y hoy defiende la amnistía al mayor malversador de fondos públicos de la Cataluña del siglo XXI, Carles Puigdemont. A los ripenses, especialmente a los muchos votantes socialistas que se niegan a este disparate, no les queda más que tomar nota. El PSOE de Rivas ha demostrado tener los mismos pocos principios, escrúpulos y coherencia que su dirección a nivel nacional.

Y es que, lo que ha enfurecido a una inmensa mayoría de ciudadanos, de entre los que me encuentro, es asistir al aplauso borrego y servil de cientos de dirigentes socialistas ante el anuncio de dicha medida, que coloca a sus respectivos territorios y baronías en una posición de desigualdad con respecto a una élite política concreta.

Aquel aplauso que millones de españoles observamos atónitos supuso la renuncia del PSOE a una de sus banderas y reivindicaciones históricas: la defensa de la igualdad frente a los privilegios de unos pocos. Y por ello, las calles de toda España se están llenando hoy de ciudadanos indignados que se niegan a permitir que los intereses personales de una casta política estén por encima del principio igualitario de sometimiento a la ley. Por ello, es momento de recordar incesante e inequívocamente lo que ha quedado evidenciado: el PSOE no defiende la igualdad.

Todo hace pensar que la polarización, la crispación y la división social provocadas por indignidad de esta medida no ha hecho más que empezar, y de ello da fe la sucesión de concentraciones multitudinarias a lo largo de toda España frente a las sedes socialistas. Y es muy doloroso observar estas imágenes de enfrentamiento y discordia, especialmente para los que creemos en la convivencia, el acuerdo y el consenso entre diferentes como las mejores herramientas para construir una sociedad sana. Pero reconozco que más doloroso aún sería no verlas, sino, por el contrario, ver a un país dormido y pasivo ante este ataque a nuestras reglas comunes. Por ello, creo que todos los que seguimos creyendo que la Constitución de 1978 es lo mejor que le ha sucedido a España en su historia reciente, tenemos la deuda moral para con los que la hicieron posible de denunciar este golpe de todas las formas posibles, dentro siempre de la legalidad y la vía pacífica.

En una coyuntura como la actual solo cabe abandonar las rivalidades partidistas e iniciar un proceso de movilización social transversal para que, desde la sociedad civil al poder judicial, pasando por la intervención de las instituciones europeas, se ponga fin a esta iniciativa disparatada. O como mínimo, se someta al refrendo de los españoles en unas nuevas elecciones generales, con todas las cartas ya encima de la mesa.

Y es que, más allá del desahogo personal de un joven de 21 años preocupado por la convivencia en su país que estas líneas puedan suponer, creo que se hace preciso advertir a mi generación que, si hay un principal perjudicado por esta ley de amnistía, somos nosotros, los jóvenes. Tuve la oportunidad de hacerlo en el pleno municipal del pasado septiembre, recordando que, a diferencia de nuestros abuelos, nosotros hemos podido crecer en un país que, con sus muchos defectos, cuenta con una democracia hasta ahora fuerte y sana que permite el libre desarrollo de cada uno en convivencia con los demás, basada en el sometimiento común a unos límites y reglas. Si dicho sometimiento se rompe -lo que supondría una posible amnistía-, el modelo democrático que nuestros abuelos se dieron en el 78 se vería en peligro, y nosotros, como sus herederos, tenemos la deuda moral de protegerlo y preservarlo. De nosotros depende que nuestros hijos y nietos puedan disfrutarlo como nosotros lo hemos hecho hasta ahora.

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